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Textos Gran Fuga

Artículo publicado en El Mundo

GRAN FUGA

Hacia 1800, la sordera hace su aparición en la vida de Beethoven; paulatina, pero inexorablemente, el artista va perdiendo su conexión con el mundo sonoro y, con ello, el hombre de éxito se va tornando en un ser introspectivo, aislado, en un huraño solitario.

La vida se trasforma, así, en algo que sucede pero en la que sólo participa de forma limitada, por la vista o por el tacto. Su comunicación con los otros tiene lugar, tan solo, por medio de unos “cuadernos de conversación” que siempre lleva consigo y de los que a veces reniega por su limitación: “…faltó muy poco para que acabara con mi vida. Sólo la fuerza del arte me retuvo”, reconocería.

Entre 1824 y 1827 -hacía pues más de veinte años que la sordera lo habitaba-, en inmensa soledad silenciosa Beethoven da un salto en su obra que le llevará más allá de esa luminosa y compleja provincia de la creación a que le condujo la Sinfonía nº 9. Ha comenzado a trabajar en unos cuartetos en los que intuye otro estado de la música, y con ellos accede a una definitiva abstracción creativa que antes no le había sido revelada. Las ideas musicales se presentan en plena desnudez y son capaces de sustentarse en sí mismas, sin necesidad alguna de apoyatura. Algunos las han denominado como “combinaciones chocantes y extravagantes” y otros las calificaron como “un grado de conciencia más elevado probablemente que cualquier otro que se haya manifestado alguna vez en el arte”.

La novedad de esas creaciones hizo que el autor no pudiera conocer su éxito. Cuando las escucharon sus coetáneos fueron vivamente rechazadas, lo que hizo exclamar al maestro: No importa; en cierto modo no las escribí para ellos, sino para el futuro”. Habría de transcurrir casi un siglo para que Marcel Proust o Bela Bartok dijesen que el último Beethoven era, en realidad, el único Beethoven.

La Gran Fuga fue concebida inicialmente como colofón del Cuarteto nº 13, op. 130, pero el editor de la obra aconsejó al compositor que la escindiese y presentara como obra singular, pues suponía un final excesivo para los movimientos precedentes. Accedió a ello el músico y “ese cefalópodo inmenso, en su grandeza y sublimidad, que es la Gran Fuga, verdadero Polifemo”, (como la ha llamado Eugenio Trías) adquirió vida propia y exenta, ya como opus 133.

Casi ciento veinticinco años después de que el genio de Bonn compusiera esta difícil obra (dificultad de doble sentido, pues así resulta tanto para quien la ejecuta como para quien la escucha), un poeta del sur, Alfonso Canales, hace balance de su vida cuando ya ésta ha comenzado a darle alguna gran embestida. Recostado / estoy al alto pórtico de un triste / episodio de mí” , nos dirá.

Estudioso de la música, observador de sus estructuras formales, el poema comienza a sonar, como un lejano eco, en el magma informe
de las palabras. No puede ser monódico; una sola voz no ha de bastar para expresar el coro de la vida, su paradójica unidad compleja y menos aún para aprehender el tiempo, que se va, que se está yendo, que cuando acaba de escribir el verso ya se ha ido…

“Me apoyé en los últimos cuartetos de Beethoven, como posible fórmula para escandir la voz (evitando de ese modo la engolada solidez del yo cantarín)”, nos dice el poeta, ofreciéndonos con ello una riquísima clave de lectura. Somos más que nuestro yo, o mejor, el yo profundo es muchos yoes, y hacen falta varias voces para contar la vida impelidos por nuestros más triste episodios.

¿Será suficiente con cuatro voces para tejer y destejer las palabras? Al músico bastaron cuatro instrumentos para crear la alta circunstancia de los cuartetos; también cuatro voces han de ser bastantes para el poeta. Surge así, en la tierra del limonero, de la flauta y el tambor, del mar doméstico y el dios azul, un largo poema en el que el hombre se desnuda, quizá como en ningún otro. Gran Fuga ve la luz en 1970.

Con él nací a la poesía. Ciertamente que antes había leído versos, -quizá demasiados, pues con el tiempo se acaba sabiendo que el exceso impide distinguir las voces de los ecos- pero muchas de aquellas lecturas eran más fruto de desazón juvenil que de haber accedido al mundo sagrado de las palabras. Este poema que, como le ocurre a los cuartetos últimos del maestro músico, ni fue fácil de crear, ni es de lectura fácil, se constituyó para mi en referencia de vida y algunos de sus versos, remedando al Montaigne que hizo tallar en las vigas de su torre pensamientos de autores favoritos, los fijé en mi memoria y me han acompañado hasta hoy.

Que “Algo nuevo se siente…”, o que “A estas alturas, novedad es algo / que por algo se trueca.”, o que “Es un látigo el tiempo, que nos fustiga desde / dentro y golpea y desbarata en ciernes / cualquier insinuación de pedestal”, forman ya parte de mí mismo, han sido espejos donde mirarme y que he traspasado; palabras que han dejado de serlo, o que han alcanzado otro estadio, para convertirse en materia del vivir, en vida misma.

Para quienes vanamente intentamos habitar en casa ordenada, no podemos dejar de recordar y tener muy presente esa terrible pregunta que el poeta se hace:

“Pero,
¿hay certeza en el orden? ¿No es
flagrante el desorden de todo, de mi vida
misma, que con tantísimo
orden pugné por levantar? ¿En dónde
están aquellas claras moradas interiores,
a las que ansiaba atemperar las otras?
¿A qué torpe arquitecto he de pedirle
responsabilidad, por no haber sido
bastante previsor y hábil
para tener en cuenta
que con humo tan sólo se levantan
humaredas?

La rueda del tiempo, ese implacable látigo, me llevó al país de los colores. Hace ya mucho que trabajo con ellos, huidizos como son (pero rotundos cuando aparecen y siempre amigos). Si mis días daban para ello sabía que alguna vez Gran Fuga habría de cruzárseme en el camino; de tan mía como fue, como sigue siendo.

Así ha ocurrido en forma de homenaje. He sido más afortunado que lo fue el poeta. A él sólo le precedió el músico, yo los he tenido a los dos.

Nunca es consciente el creador plástico de qué le va a servir de “provocador óptico”: una mancha, un tono cromático -natural o no-, una lejana forma, despiertan los sentidos del alma y dan, así, comienzo al proceso de la creación. En mi caso quizá un antiguo libro de música abierto en el facistol de una remota catedral… neumas que saltan ante mis ojos y que se convierten, fieles a su etimología, en aliento, en soplo que da sentido a mi trabajo.

Los grabados “a cuatro voces” que acompañan al poema Gran Fuga y, de alguna manera, al propio cuarteto de Beethoven, tuvieron desde el origen una vocación musical; como la tiene el mismo poema.

Con extraordinaria precisión, Paul Celan nos dice que “un poema es un objeto verbal”. Con ello, lo independiza de la anécdota vital que lo sustentó en el origen para instalarlo, exclusiva y definitivamente, en el solo mundo del lenguaje.

Por eso, para alumbrar la Gran Fuga, el músico de Bonn tuvo que consumirse en la hoguera de su soledad y, saltando sobre ella hasta el reino del silencio, poder así obtener el más bello, radical y hondo sonido. Y por ello también, el triste episodio de la vida del poeta que da lugar al poema ha sido trascendido, pasando de ser confesión a puro verso, materia de poesía, poesía sola. Pero poesía que, al tiempo, es música. No música proporcionada por la cadencia de una rima o de una medida manifiesta de las silabas, sino música por la estructura de las ideas de que nace. Al igual que al último Beethoven, pura música, palabra pura.

En los grabados que acompañan al poema, cada instrumento, cada voz, se ha transfigurado en un color (rojo, azul, verde y amarillo), que comienza a expresarse en una aparentemente arbitraria disposición para, más tarde iniciar un diálogo en el que permutarán sus posiciones, fundiéndose luego en una representación coral donde se muestran todos los colores al tiempo, en un orden que no se evidencia, pero que columbramos. Acabado todo, el eco, la memoria, nos revela ese orden, la urdimbre de la obra.

El pasado treinta y uno de marzo, el poeta Alfonso Canales ha cumplido ochenta y seis años de edad. Desde una panorámica visión de su obra, Gran Fuga sigue siendo un momento cumbre de toda su poesía y he querido rendirle homenaje al poema y a su autor, por tanto como me han dado con sólo estar ahí, con ser.

JOSE MANUEL CABRA DE LUNA

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Presentación del autor

Saludo a las autoridades y al público (especial referencia a algunos que han venido desde lejos tan sólo para este acto -como Daniel Quintero-).

Agradecimiento al Instituto Municipal del Libro, al que simbolizo en su Director don Alfredo Taján que, con su siempre escaso presupuesto hay que ver la que organiza; desde un prestigiosos premio de novela a uno de ensayo y desde unas jornadas sobre vampirología y literatura (sospecho que a él le habría gustado ser Nosferatu), hasta actos como el de hoy. La arquitectura es, primordialmente, el arte de generar espacios con sentido, pero huérfanos de él acabarán estando los edificios públicos si no los completa el hacer del hombre; este lugar, este espacio, adquiere un sentido más intenso con actos como los que organiza el Instituto, porque la vida es también esto y de manera muy importante.

Agradecimiento a José María Parreño, por sus palabras. Aparte del afecto y de su sabiduría en el mirar, aprecio siempre de él sus saberes heterodoxos, en suma, su libertad espiritual.

Hoy tratamos de un libro que intenta trascender su propia circunstancia de cosa para aspirar a convertirse en obra de arte en sí misma; tratamos de un libro de artista. Un poema, un largo poema, unos grabados y, al fondo de todo, descarnada música, una obra del sonido compuesta desde el más absoluto de los silencios. Beethoven. Los llamados “últimos cuartetos”, no hacen concesión alguna a modos amables de la belleza ¿para qué? ¿a quién tenía que agradar el músico de Bonn ya para entonces? Es en esa profunda soledad en la que nace Gran Fuga, a la que Eugenio Trías ha llamado “ese cefalópodo inmenso en su grandeza y sublimidad, verdadero Polifemo…”

En ningún caso hoy nos podría acompañar el músico pero ¿y el poeta, dónde está el poeta? Como dice su amigo José Antonio Muñoz Rojas, “Alfonso está ahí en su casa con sus libros, en su vida, en su poesía…”.

El libro que hoy presentamos, este mismo acto, es –por encima de cualquier otra cosa- un homenaje a su obra. Y no olvidemos que, como escribiera Manuel Alcántara un libro es un objeto sagrado.

Ahora, Alfonso Canales está reponiéndose de un doloroso episodio de su vida familiar, intentando acostumbrarse a un más alto grado de soledad.

Pero tampoco es exactamente así porque hay una soledad acompañada, a la que se refería nuestro Quevedo cuando en su conocido soneto nos dice:

Retirado en la paz de estos desiertos
con pocos, pero doctos libros, juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.

El propio Alfonso Canales, mirando los estantes de su biblioteca y observando los libros, tan quietos, escribió:

Si yo no los asisto, no lucirá su vida:
son como largas venas de mineral hundido,
como grutas secretas o subálveas corrientes;
como bellas durmientes del bosque de los días, soñando unas pupilas que besen sus palabras.

Y es que el poeta, el verdadero poeta, el pastor de las palabras, nunca está ausente. Donde estén sus versos y haya unos ojos que los miren, allí está él y, de ese modo, Alfonso Canales está hoy con nosotros.

Un autor profundamente malagueño, con todas sus raíces en esta tierra, a la que sabe unida, en línea de no rota tradición, con muy diferentes culturas. Su obra la hemos de iluminar con la mediterránea lámpara de aceite de la lengua griega y la latina; con su amplio conocimiento de la filosofía de Grecia y de los versos de Ovidio, Horacio, Virgilio y tantos otros.

Pero ¡ay! quizá debamos aclarar en este punto que hablamos de una Málaga oculta (o, al menos, ocultada); de una ciudad discreta que ama las flores y el mar, que es consciente de su pasado industrioso y marítimo, y de haber sido lugar dulce de vida por miles de años. Y es que esa ciudad, más callada, existe; aunque a veces la otra, ruidosa hasta el estruendo, no la deje aflorar. ¿Por cuánto tiempo aún?

Hacia 1970, Alfonso Canales hace balance de su vivir (Mediada es la carrera / y el confín se columbra, se adivina / la ruptura con todo. Nos dirá). Piensa en Beethoven, en sus cuartetos, en su descarnado decir a cuatro voces. Así será el poema, tanto que tomará su nombre Gran Fuga. A música pura, pura palabra; decir, sin más.

Nací a la poesía con este poema. Gran Fuga me invadió. Pudieron haber sido otros versos, pero fueron estos. Algunos de ellos se convirtieron en inscripciones lapidarias en mi mente y así supe pronto que: Es un látigo el tiempo, que nos fustiga desde / dentro y golpea y desbarata en ciernes cualquier insinuación de pedestal… Supe también que: A estas alturas, novedad es algo / que por algo se trueca. Y que: algo (nuevo) / se siente siempre amanecer, por mucho / que vivamos.

Supe que algún día ese poema y yo acabaríamos encontrándonos en un claro del bosque del espíritu, un poco más allá de la lectura. Y el tiempo me ha sido dado. Los colores y las formas lo han hecho posible y así como el poema tiene una clara vocación musical, también la tienen mis grabados. Cuando la pieza ya ha sido interpretada se repliega hacia sí misma, hacia su silencio en la partitura. Lo mismo hace el poema tras ser leído, que vuelve a su palabra durmiente y estos grabados, a su manera, están todos contenidos en el último, en su apuntada estructura sin color; solo unos ojos que los miren le darán vida, en pleno diálogo con ellos.

Pero un libro es una obra colectiva y un libro de artista, más aún. Desde la difícil estampación (mi obra, tan precisa, es el terror de los estampadores, que me odian) hasta la no menos complicada impresión con tipos móviles en los pliegos que, previamente, habían sido estampados, sin olvidar la esmeradísima encuadernación que una obra de estas características requiere. A ello unan ustedes la dificultad de ciertos materiales, que si la tintada del lino egipcio no es la misma en todas las piezas, que si el papel indio hecho a mano de las páginas de guarda se arruga con la cola… por eso debo citar, con agradecimiento, a Paco Aguilar y Christian Bozon, maestros estampadores, a Paco Cumpián, impresor que continúa la gran tradición malagueña y a Maria Isabel, encuadernadora de exquisita paciencia.

No quiero tampoco dejar de citar al director cinematográfico Gabi Beneroso, cuya obra podrán ustedes ver a continuación y que con postomoderna sensibilidad ha creado un caleidoscópico retablo, un palimpsesto visual de alta belleza y pleno de sentido. Mi agradecimiento a él y a su equipo.

Y a todos ustedes también por haberme escuchado con tanta atención.

JOSE MANUEL CABRA DE LUNA