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HISTORIA DE UNA COLECCIÓN

HISTORIA DE UNA COLECCIÓN

(Conferencia en la Fundación Caixa Galicia de Lugo) 6-5-05

Mis primeras palabras han de ser de agradecimiento. Y quiero tenerlo, en primer lugar, para con la Fundación Caixa Galicia ( y personalmente para con Rosario Sarmiento quien, por razones profesionales, hoy no puede acompañarnos) porque, merced a ellas, he tenido la oportunidad de que una parte de mi vida haya viajado hasta aquí y que ustedes puedan verla al contemplar estos cuadros. Las Cajas de Ahorro, esas entidades financieras tan “sui generis”, no reparten beneficios entre accionistas, que no tienen, pero sí los revierten a la sociedad a través de su “Obra Social” y de sus Fundaciones. En una encomiable labor se han convertido en grandes protectores y propagadores del arte, en auténticos mecenas.

Quiero también dar las gracias, a José María Luna. Con su entusiasmo por todo cuanto el arte representa consiguió involucrar en esta aventura, a Rosario Sarmiento y, con ella, a la Fundación que hoy nos acoge. En realidad, la colección que hoy pueden ustedes ver es la de José María puesto que esta cosecha es suya. Por mi parte me limité a enseñarle lo que tenía y él decidió en soledad. He respetado su criterio y estoy conforme con la selección, con la elección que ha efectuado.

Una vez cumplida la grata obligación de dar las gracias quisiera tener un especial recuerdo y rendir público homenaje –aquí en Galicia- a un gallego eminente y lo haré con sus propias palabras que, aunque referidas a la poesía, estaban dedicadas a la pintura:

Mucha poesía ha sentido la tentación del silencio. Porque el poema tiende por naturaleza al silencio. O lo contiene como materia natural. Poética: arte de la composición del silencio. Un poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su silencio.

José Ángel Valente. Tuve el privilegio de su amistad, ruego me permitan traer hoy aquí su memoria.

Silencio, quietud, contemplación. Toda obra de arte se manifiesta en el silencio y desde el silencio; sólo sumergidos en él es posible la contemplación, esa sutil forma del diálogo. No hay poema sin lector, no hay obra plástica sin unos ojos que la contemplen, que se dejen penetrar por ella, atravesar por su carga singular de energía, por su vida más allá del tiempo.

Cuando me propusieron traer aquí estos cuadros, de mí mismo partió el ofrecimiento de una a modo de conferencia que, sugerí, bien pudiera tratar del coleccionismo. Luego, cuando me enfrenté con la página en blanco, entendí que esa divagación sobre la insensata tarea de coleccionar no debería hacerla desde una perspectiva teórica y profesoral. Primero, porque no soy profesor y, después, porque cuanto pueda saber del coleccionismo lo sé porque estoy cogido en sus redes, porque colecciono y me pareció podía ser más vivo y más auténtico hacer una pequeña incursión en la actividad, en qué piensan algunos sobre ella, en la psicología del coleccionista y ¿por qué no?, en mi propia colección, sus motivos, sus anécdotas, los hilos complejos que, a través de unas obras, se van tejiendo a nuestro alrededor.

Para ello me acojo a lo que mi admirado MONTAIGNE escribió en un breve prólogo de sus célebres ENSAYOS, y con ello estaba inaugurando buena parte de la literatura moderna; decía:

Aquí se leerán a lo vivo mis defectos e imperfecciones y mi modo de ser, todo ello descrito con tanta sinceridad como el decoro público me ha permitido… Así, yo mismo soy el tema de mi libro,…

Remedando pues al filósofo francés diré que, si ustedes me lo permiten, yo mismo soy el tema de esta conferencia, puesto que toda colección no es sino una parte de la vida del coleccionista; una parte del propio coleccionista.

DEL COLECCIONISTA Y EL COLECCIONAR.-

Mi niñez transcurrió rodeada de arte. Objetos de cristal, cerámicas vidriadas, cuadros y espejos enmarcados con tallas al pan de oro, muebles que -por la magia de artesanos ebanistas- eran transformados en otros muebles, el olor de la caoba, de la goma laca, de los alcoholes… Cuando iba a las casas de mis amigos, mucho más desprovistas de muebles y objetos, no entendía como podían vivir sin estar rodeado de todas aquellas cosas, vista desde mi perspectiva de hoy, excesivas en su número, pero maravillosas.

Para quien les habla, la relación con la obra de arte, con el propio arte como espacio donde vivirse es, pues, algo natural. En la casa familiar el momento en que mi madre “ponía las flores”, componía los floreros, (mucho más tarde supe que en Japón el ikebana era una categoría artística) se constituía como uno de los acontecimientos más importante del día. Y todo eso -no vayan a creer otra cosa…- en un hogar de la burguesía media andaluza.

Acabar pues, así, rodeado de obras de arte hasta llegar a no entender la vida sin ellas, sin su compañía y sus interrogaciones, estoy por creer que es el cumplimiento de un destino. Lógicamente, pienso ahora, de ahí a coleccionar sólo había un paso. Y lo di y creo que todo en él resultó una consecuencia natural de mi modo de ser y de mi propia educación. Personalmente tiendo al orden. Mi formación de jurista me obliga continuamente a estructurar, a categorizar conductas, a incardinarlas en un sistema dado, que son las leyes y sé bien, por tanto, que un conjunto ordenado es más que la mera suma de sus componentes; que de ahí, de ese orden, cualquiera que sea el mismo, surge el sentido. Por eso podemos afirmar que coleccionar no es acumular, sino agrupar ordenadamente, razonadamente.

Del coleccionismo como actividad y del coleccionista como tipo de persona se han dicho barbaridades y también cosas maravillosas. Veamos algunos ejemplos de unas y de otras.

BALZAC, en su obra Le cousin Pons, escribió:

A menudo nos encontraremos allí con un Pons, con un Elie Magus, vestidos miserablemente… Tienen aspecto de no apegarse a nada, de no preocuparse por nada; no prestan atención ni a las mujeres ni a los gastos. Andan como en un sueño, sus bolsillos están vacíos, su mirada como vacía de pensamientos y uno se pregunta a qué especie de parisinos pertenecen. Estas gentes son millonarios. Son coleccionistas; los hombres más apasionados que hay en el mundo”.

WALTER BENJAMIN, es un poco más indulgente y define al coleccionista como

Un tipo al que mueven pasiones peligrosas, si bien domesticadas.

Freud, que era coleccionista, describió el coleccionismo como una
“adición sólo superada por la nicotina”

Y su discípulo Steckel escribe que :

El coleccionista es un Don Juan de la fantasía. En la vida puede ser asceta, puede ser el marido más fiel. Lo compensa a través de su harén. Transfiere sus afectos polígamos a objetos inocentes e inofensivos.

Y, desde la perspectiva del psicoanálisis tradicional, parece estar clara la íntima conexión entre la pasión sexual y la coleccionista.

La recientemente desaparecida escritora norteamericana SUSAN SONTAG dijo que

Coleccionista es aquel a quien le gustan las listas, aquel que se da al placer de las enumeraciones.

Enumerar, clasificar, ordenar. Esta es, junto con la preservación de la memoria, la espina dorsal del acto coleccionador. El mundo, lo que llamamos pomposamente “la realidad”, quizá por el exceso de información que nos transmite, se muestra como un caos, sólo con un extraordinario esfuerzo organizador somos capaces de aprehender el orden que se trasluce detrás de ese aparente caos. El gran poeta alemán Hölderlin afirmó que habitamos poéticamente la tierra, desde la perspectiva desde la que les hablo añadiría a lo dicho por el poeta que también la habitamos a través del esfuerzo de la razón, del afán nunca satisfecho de comprender, de conocer.

Yvette Sánchez, en su escasamente prescindible obra “Coleccionismo y literatura” y del que hemos obtenido algunas de las citas que aquí hacemos, aborda muy bien este aspecto de la cuestión y nos dice:

El coleccionista acumula todo lo que pertenece a cierta serie con un espíritu perseverante; invierte energía en la investigación y en la adquisición de documentos correspondiente al ámbito elegido. Con una visión salvadora recoge, selecciona, combina, conserva, clasifica (ordena, arregla, a veces jerarquiza, hace accesible). Él mismo elige la categoría y así decide lo que es raro; tal vez guiado por móviles irracionales que le hacen reunir un número superfluo de objetos de algún campo particular que le parece digno de ser recordado, guardado en espacios tales como vitrinas, cartones, cajas, cajones, armarios, arcones, anaqueles, álbumes, carpetas, ordenadores, etc.

Pero no siempre se tiene la misma consideración, la misma comprensión, para con el coleccionista y el acto de coleccionar. El novelista inglés Geoff Nicholson, con aparente ingenuidad que trasluce un punto malicioso, se pregunta y nos hace preguntarnos:

¿Qué es coleccionar, después de todo? Tomas una cosa y tomas otra cosa, las colocas una al lado de la otra y, de alguna manera, se supone que su proximidad crea un significado. Juntas ciertos artefactos, trazas una frontera artificial alrededor de ellos, y ya tienes tu colección. ¿Y qué?

UNA MIRADA A LA HISTORIA

Vamos a intentar responderle a Nicholson y para ello, permítanme ahora, una breve mirada hacia atrás; hacía los orígenes. Hay quien dice que, al menos en el plano del mito, el primer acto coleccionador del que se tiene memoria es el que llevó a cabo Noé cuando, obedeciendo el mandato divino, construye el arca y selecciona, para hacerla entrar en ella, una pareja de cada especie animal.

Bob Dylan escribió hace años una muy bella canción a la que tituló “El hombre que puso nombre a todos los animales”. Pues bien, una vez que Adán concluyó lo que la canción nos cuenta, cuando con ayuda y gracias al lenguaje singularizó cada especie, ya estaba el hombre preparado para salvar a todos los animales. Primero, Adán los nombra y luego, conociéndolos y pudiéndolos por tanto clasificar, Noé los salva.

Es quizá por ello que el profesor Pierre Cabanne haya podido afirmar que: El origen del coleccionismo es tan lejano y tan misterioso como el del arte”.

Los faraones fenicios eran enterrados con sus colecciones. En el mundo romano cada conquista de nuevos territorios iba inmediatamente seguida de un acaparamiento de los objetos de arte que en esa región pudieran encontrarse, que eran inmediatamente llevados a Roma y, como nos cuenta Yvette Sánchez en su obra citada, la aristocracia romana “se complacía en exponer en sus palacios esculturas griegas de bronce, estatuas de mármol, pinturas, vasos, monedas, tapices, manuscritos, etc” y para qué hablar del coleccionismo religioso medieval de reliquias, que a tan buena literatura dio origen y que tantos escándalos llegó a causar por sus abusos… que condujeron hasta la misma ridiculez (se llegaron a vender colecciones de restos físicos de la borriquita con la que Jesús entró en Jerusalén, uñas, pelos, huesos de los santos… trozos de túnicas, hilos, botones, eso sí, ordenadamente dispuestos y todos con certificado de autenticidad…

Pero con el Renacimiento las cosas van a variar profundamente y con su antropocentrismo, con su concepción del hombre como medida de todas las cosas, se preparará la llegada de la Ilustración y, con ella, la de nuestro mundo propio. La diosa Razón hace su entrada en la Historia.

El duque de Berry (1340 – 1406), que ha sido llamado “el primer coleccionista moderno” y cuya figura hoy relacionamos inmediatamente con su maravilloso “Libro de horas” era bibliófilo, amaba las antigüedades (como los camafeos, retratos, objetos de plata, medallas), las rarezas extravagantes (como huevos de avestruz, narvales marinos, perfumes orientales), amén de pinturas, devocionarios, reliquias (tales como el anillo de las bodas de la Virgen, el cuerpo de un inocente masacrado por Herodes o los platos de las bodas de Canaán…).

Isabel la Católica reunió mucho ejemplares de tapices, rarezas y estatuillas de tema profano, joyeles, piedras americanas y símbolos de la monarquía, que donó a una especie de museo para que “sirviera de memoria a las grandezas de la dinastía”.

Catalina la Grande (1729 – 1796) era ávida coleccionista y logró reunir 3.800 libros, 10.000 esculturas, casi otros tantos dibujos y colecciones de ciencias naturales. Todo ello se guardaba en las salas del Ermitage de San Petersburgo.

Del mismo afán coleccionador padecieron o disfrutaron, según se considere, Cristina de Suecia (1626 – 1689) y, anteriormente, Margarita de Austria (1480 – 1530). Y mirando a la Italia renacentista, ¿qué decir de los Gonzaga o de los Médicis y el propio Papado? Los grandes entre los grandes quizá no hubiesen sido posible sin su ayuda y mecenazgo y hablo desde Leonardo a Piero Della Francesca o Rafael.

Pero con el desarrollo de los transportes se comienzan a producir las grandes expediciones científicas y de ahí surgirá un nuevo afán coleccionador, otra mirada. Ya no se trata de acumular ordenadamente obras de arte o curiosidades, rarezas, objetos que por singulares se van colocando en una a modo de galería de fenómenos. Ha llegado el tiempo de comenzar a acceder a la complejísima diversidad del mundo, a las mil distintas formas en que la vida se manifiesta, desde las especies vegetales más extraordinarias hasta cientos y miles de insectos desconocidos, de una extraña fauna que aparece en los nuevos territorios que el hombre europeo está comenzando a explorar. El afán de comprender esa flora sin fin, esa fauna inacabable que se nos muestra, la necesidad de proceder a su ordenación, a su clasificación, a su estudio, hace que surja un coleccionismo pre-científico que será el origen de un profundo amor a la Naturaleza. Todo ello da lugar a los que se llamaron “GABINETES DE MARAVILLAS”, que comenzaron a florecer en el siglo XVII y que fueron, en cierto modo, los predecesores de los Museos de Ciencias Naturales. No había Corte, gran Título o Casa importante que no tuviese, junto a la colección de objetos artísticos un gabinete en el que se compendiaba una mirada admirativa hacia el mundo que se estaba descubriendo. El gabinete era otra cosa que la Galería de arte; en ésta solía haber un determinado orden, por razón de la materia o del tema tratado, de la nacionalidad o procedencia del artista, del soporte de la obra (papel, tela, tabla, etc); pero en el gabinete la muestra no buscaba tanto clasificar (para lo que aún no existía el instrumento científico suficiente) como, meramente exponer (lo que ya era bastante).

Dando un salto a nuestros días hemos de constatar que el acto de coleccionar se ha convertido en un fenómeno de masas. La autora inglesa Susan Pearce, en su obra “Museos, objetos y Colecciones: Un estudio cultural” llega a afirmar que el coleccionismo tal como lo entendemos hoy y referido al objeto estético ha aumentado a lo largo del siglo XX, hasta el unto de que “una de cada tres personas del mundo occidental es coleccionista”. Se colecciona todo; desde trompos (no sé en gallego como se dice), hasta chapas de cierre de botellas o ratones Mickey. Otros coleccionan colillas de cigarro de diferentes fumadores, el Marqués de Leguineche en la película La escopeta nacional aparece como poseedor de una insólita colección, la de vello púbico perteneciente a las mujeres con las que había hecho el amor. El artisa Karsten Bott expuso en 1995 una vitrina inmensa en la que mostraba las cosas más dispares y a la que llamó Colección de bolsillo de pantalón.

Hoy existen más Museos, Centros y Salas de Exposiciones que nunca antes y no sólo relacionados con el arte en sentido estricto, sino también con la Ciencia y su divulgación, con el conocimiento en cualquiera de sus vías de acceso posibles, con su clasificación y ordenación; en definitiva con la creación de una imagen del mundo.

En este punto del discurso permítanme que me vuelva a hacer la pregunta que me hice hace muchos años. Coleccionar ¿Para qué? Y en el supuesto de iniciar una colección de arte ¿Qué coleccionar?

DEFINIENDO EL TIPO DE COLECCIÓN

Mi amigo Baruch Spinoza (1632-1677) aconseja no dejarnos llevar por las pasiones y recomienda conducir nuestra vida bajo la guía de la razón. Mas ¿qué hacer si coleccionismo y pasión parecen ir siempre irremediablemente unidos? Definir el objeto y centrar el campo en el que actuar.

Pensemos en un joven, ávido de conocimiento y conocedor de muchas lenguas, al que le abren las puertas de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. Allí está todo y a su alcance, pero su sed de saber le impide acceder demoradamente a la lectura pues no ha terminado un texto cuando ya quiere pasar a otro y luego al otro y confrontarlos y, un poco más tarde, a un tercero que le lleva al cuarto y todo ello sin orden ni concierto, acumulando una masa de información que, al cabo de los días, ya no puede dominar, que le domina a él porque para nada le sirve, en su abundancia y en su caótica acumulación.

Al decidirme a formar una colección, intenté que no me ocurriese algo parecido. Como, además de abogado de profesión (de lo que vivo), tengo el oficio de pintor (gracias al cual sigo viviendo), desde hacia años estaba relacionado con el mundo del grabado, de la estampa, y cada día sentía más admiración por él. Técnicamente me parecía un mundo inagotable, capaz de unos resultados bellísimos y, muy especialmente me maravillaba que su carácter múltiple hacía accesible obras que, de otra forma, no estaban sino sólo al alcance de una elite muy reducida. El arte es caro, nunca ha sido barato y es que no puede serlo. Una anécdota: Cuentan que estaba Picasso en la terraza de una cafetería en La Costa Azul y que se encontraba haciendo garabatos sobre la servilleta, de pronto toma una nueva y con decisión, de un solo trazo, sin levantar el lápiz del papel pinta una paloma en vuelo. Una señora que acertaba a pasar por allí, se atreve a dirigirse a él y le dice: “Maestro, regáleme el dibujo, si a usted sólo le ha costado unos segundos ¿Sería tan feliz con él! No se confunda, señora -le dijo Picasso- esta Paloma he tardado en dibujarla cincuenta años. Llevaba razón don Pablo. A él le ocurría lo que a los monjes zen con su escritura, que surge de una mano que se mueve a la velocidad del rayo, pero que sólo es posible después de toda una vida de ejercicio y meditación. ¿Podemos decir, entonces, que el arte es caro? Junto con la hipoteca de la casa es lo único que he aceptado pagar a plazos.

Pues bien el grabado, como digo, permite el acceso a obras de artistas que, de otra forma, nos resultarían inalcanzables. Su carácter múltiple no priva a la obra de calidad y que otros ojos puedan ver una imagen similar a la que nosotros vemos, no empobrece la nuestra. Sólo el desconocimiento de las difíciles técnicas de la estampación y una inadecuada formación sobre las artes y sus medios ha hecho que en España esa manifestación artística, que se conoce genéricamente como obra gráfica, no sea, en general, lo suficientemente apreciada.

Con palabras que quisiera muy claras les diré que obra gráfica es aquella obra de arte, normalmente plasmada sobre soporte papel, en la que la mano del artista interviene indirectamente, es decir, que necesita un medio para, a través del cual, llegar a producirse. Lo mismo que la música necesita ser interpretada para ser oída. Pensemos en un grabado. El artista toma la plancha de metal, le aplica un barniz y sobre él con un punzón lleva a cabo un dibujo; sumerge la plancha en una solución de ácido que penetrará tan sólo en aquellas incisiones que se han practicado con el punzón (que ha arrastrado tras de si el barniz) y no penetrará en el resto del metal. Corroído éste, se limpia el barniz y se aplica tinta sobre la plancha, que penetrará en las incisiones; se limpia la plancha y en una prensa móvil que se llama tórculo se coloca un papel con determinado grado de humedad y la plancha debajo, al pasar el rodillo de la prensa (que desarrolla miles de quilos de presión por ctms 2) por encima del dibujo marcado en la plancha y cuya línea hueca está llena de tinta, aquel es transferido al papel. Ya tenemos un grabado al aguafuerte (llamado así por aquella solución ácida en que habíamos sumergido la plancha para que corroyera las líneas marcadas por el punzón). Cada obra requerirá repetir el proceso entero que, como ustedes pueden imaginar es bastante más complejo, aunque precioso y constituye un auténtico trabajo de precisión. La imagen que se les muestra es un ejemplo de este tipo de grabado. ¿Cuál es la obra artística, el dibujo que el artista hizo en la plancha? Ciertamente no; esa es una parte del instrumento, pero nada más. La obra está en el papel, pero no procede, directamente, de la mano del artista; aunque sin ella no hubiese sido posible. No se trata de una copia de un original, pues no hay obra independiente previa. Se trata de algo que parece contradictorio pero que, si lo piensan, no lo es. Nos encontramos ante un caso de ORIGINAL MÚLTIPLE. Todos los grabados que estampemos serán originales, pero podremos obtener más de uno. Un grabado no es una copia.

En la tradición europea el grabado, la estampa, ha disfrutado de extraordinaria difusión y consideración; desde Durero a Rembrandt, de Piranessi a Picasso, Miró o Matisse. Cualquiera de ellos se ha valido de todas las técnicas posibles, desde el descrito aguafuerte, hasta el aguatinta, la xilografía o la litografía y tantas otras.

En el arte contemporáneo la obra gráfica ha tenido una extraordinaria expansión. Han llegado a la estampa las técnicas digitales, que consiguen efectos extraordinariamente complejos y novedosos; se mezclan unas técnicas con otras produciendo obras absolutamente espectaculares (en eso los artistas y talleres americanos son maestros). No le arredran papeles de gran tamaño o la realización de obras que hay que realizar en tres talleres distintos, a veces situados a enorme distancias (y cuando me refiero a éstas lo hago pensando en las dimensiones norteamericanas, es decir la litografía puede estamparse en San Francisco y la parte xilográfica en Nueva York). En nuestro país se sigue pensando, muchas veces, que una obra gráfica es una copia y que es preferible tener un pequeño y mediocre dibujo pero que sea original… a un buen grabado. Es una mera cuestión de formación.

SENTIDO DE LA COLECCIÓN

Definido el soporte, papel, se determinaría el tipo de obra, la línea, la sensibilidad hacia la que debe tender. Lo que, a mi entender -y tras lo dicho creo que queda claro- dotaría de sentido propio a la colección.

Entre las grandes miradas que el siglo XX proporcionó al arte está la formal y que, como una de las consecuencias del cubismo, se fue mostrando en sus manifestaciones más radicales como constructivismo, neoplasticismo o –en un sentido mucho más general y posterior- como la actitud minimal. Ese arte del quitar, del desnudamiento y la contención, de lo menos, se compadecía con mi propia forma de ser y de entender el hecho artístico; quizá como una reacción al abigarrado mundo barroco en que se desarrolló mi niñez. Tendía crecientemente hacia el elogio de la sencillez, hacia la casi inalcanzable simplicidad.

Poco a poco, con la más absoluta naturalidad y con olvido de modas (este extremo lo considero muy importante), fueron viniendo a mis manos obras que habían nacido desde ese espíritu, coetáneas o no, pues lo que le interesaba -siempre dentro de una contemporaneidad- era la unidad de mirada, la homogeneidad de concepción. Muchas son geométricas, pero no todas lo son, ni tienen porqué. Me interesa la sencillez originaria y de realización y, si hay virtuosismo, que no sea evidente, que esté oculto, aunque luego en un mirar más pausado, se manifieste. A la manera de esos kimonos japoneses completamente lisos por fuera y profusamente adornados en su interior.

Los colores suelen ser planos (es decir, sin tonalidades ni degradados) y cuando la obra es de línea el volumen no se representa por sombreado, sino por la ordenación de aquella en el plano. Se trata de obras de dos dimensiones, que aceptan ese su ser limitado y en él se cumplen, sin pretender recrear con artificios y habilidades técnicas un mundo que no es el suyo. Eso ocurre en general, pero no siempre es así. No me niego a una obra que, aún con otras características, me cautive a la primera mirada. Porque en esto de la elección de una obra de arte la llamada del corazón también funciona y, como en el amor, no sabemos porqué. Nos enamoramos de una mirada, de un gesto, y a él o a ella somos capaces de encadenar nuestra vida. La obra nos llama y respondemos o no (en este segundo supuesto, puede ser que nos lo reprochemos de por vida). Pero procuro que ese requerimiento de la obra no se convierta en una pasión malsana y acabe dominando, que no se constituya en una obsesión desbocada. Incluso el coleccionista tiene que saber conformarse, no podemos tener todo. En realidad, no es bueno que lo tengamos, pues ese sería el final de la colección. La ya citada Susan Sontag lo dijo con rotunda claridad: Una colección completa es una colección muerta.

El ensayista y crítico de arte José Jiménez ha escrito: “No existen Razón ni Historia. Hay razones, hay historias, que ardua, dolorosamente construimos en el curso de nuestras vidas. Y que, de nuevo, nos esperan en nuestro nomadismo sin fin”.

Las obras que se han ido reuniendo en esta aventura de destilación que es formar la colección, no son el fruto de contemplar el mundo desde un único prisma; ello conllevaría la creencia en la Razón o la Historia (de las que, como Jiménez, descreo). No he buscado ilustrar una lección de arte de ninguna tendencia estética concreta, sino seguir (incluso entre autores a veces muy alejados entre sí atendiendo al conjunto de su obra) un hilo conductor, un aliento homogéneo, como es la profundización a través de lo simple, el ahondamiento en lo mistérico desde lo escueto y la superación de la noche oscura del alma atravesando a veces un desierto de luminosos colores.

Estas obras, que conforman el escenario de mis días y que hoy están aquí, no cuentan historias pero van constituyendo la mía y, cuando llegan a mi mundo modestamente intento complementarlas, ya con una enmarcación adecuada o ya buscando sus afinidades, hallándole antecedentes, relacionándolas entre sí, forjándoles un contexto. Quiero creer que así estos cuadros, que al nacer son “objetos islas” (“aislados”, pues el arte es siempre la obra de un hombre solo), por mor de integrarse en una colección, ingresan en un discurso de sentido, en una cierta perspectiva de homogeneidad.

Por eso le estoy muy agradecido a la estampa, que me ha permitido acceder a los artistas que he deseado tener, a algunas de las obras de que he querido rodearme. Había, desde distinta perspectiva, otras posibilidades; obra única original de los más jóvenes, por ejemplo (opción no sólo válida sino, con un poco de suerte, estudio y “olfato”, mucho más rentable que la línea de trabajo escogida para esta colección). Pero no se debe invertir en arte por criterios económicos, eso es empobrecer la compra y, las más veces, equivocarse. Paradójicamente, lo que se adquiere por criterios artísticos, en tanto proceda de una buena información y de un “ojo educado”, nunca defrauda; a la larga, ni siquiera económicamente. Y es que la obra de arte auténtica es una condensación de la época en que nace, a la que trasciende en el tiempo, ¿cuantos objetos de los que nos rodean tienen esas características, esa potencialidad? Por eso, la fuerza expansiva de las obras de arte (incluso en su valoración económica) se extiende más allá de sus propios días, del mundo en que fueron alumbradas.

Las razones de nuestro vivir, la historia que hemos ido construyendo, tiene mucho que ver con estas obras. Me gusta documentar la que llega a la colección, seguirle la pista a su nacimiento, ver otras obras del artista en la misma época, conocer su aprendizaje, sus ascendientes artísticos… si logro hacerme con obras de un maestro y de alguno de sus discípulos las agrupo; es muy emocionante para mi el pensar que a ellos les habría gustado saber que un día lejano, en un lugar insospechado (y gracias a un obseso reportado conocido como el coleccionista) sus obras iban a estar juntas, diciéndose cosas entre sí, transmitiendo su mensaje común a quien con ellas convivía.

PALABRAS FINALES.-

Por todo esto y por mucho más que el pudor me hace silenciar, concluyo afirmando que sólo desde el profundo amor al arte es posible formar una colección, cualesquiera sean los objetos que la integren y por modesta que sea. Amor al arte, es decir, a la propia vida. Porque, como escribió el pintor George Braque: CON LA EDAD, EL ARTE Y LA VIDA SE CONFUNDEN EN UNA SOLA COSA.

JOSE MANUEL CABRA DE LUNA